miércoles, 11 de septiembre de 2013

Sinestesia

Trompetas de colores y ojos abiertos. La pupila se dilata y, como queriendo pasar, una gota salada lubrica el globo gelatinoso y jadeante.

El lenguaje de los sueños, ese en donde los patrones son irrelevantes, abre paso al mundo como un caballero errante que busca encontrar a su princesa. La realidad, un gran escudero y amigo, también se me presenta, pero no en forma de niño ni camello, es un gato caminando de puntitas en la orilla de la cama, o tal vez en la silla posando, lamiéndose con gozo los bigotes.

Sí, lo decido. Tomo el calendario y en vez de meses pongo nombres milenarios a las cosas. A pesar de que la narración es buena, las grietas y oquedades del libreto son notorias; al caballo nombro loro con trompa y yo soy alebrije que camina entre sueños. ¿Despierto?

Hace mucho que no abría los ojos con la pluma en la mano, chorreando gotas de mundos fantasiosos, manchando espacios con sonoridades y otros menesteres sinestésicos. Y me gusta. Ahora quiero morir de nuevo en vida, sólo para poder la hoja dejar, pues nunca es buen soñador de letras, quien no se deja por el sueño arrebatar.


domingo, 14 de julio de 2013

No hay soneto



Hay en esta vida enamorados
que seducen con calma a las letras,
que las transforman, las hacen eternas,
para darlas a oídos delicados.

Hay en este, nuestro mundo, poetas,
existe en el mundo poesía,
existen sin duda infinitas rimas,
y sin embargo nada, nada cuenta.

Pues no hay letra alguna que ame,
pues no hay poeta sin emociones,
pues no hay poesía sin desaire.

Y no hay rima que mire las estrellas
y no hay soneto con sensaciones
reflejadas en los ojos cual esferas.

domingo, 2 de junio de 2013

Bambú

Tengo más mientras nada tengo. El árbol se vuelve bambú, la flor se vuelve semilla, la nube deviene cielo. Y tomo el macroscopio con ambas manos para mirar en las estrellas mi reflejo.

Todo fluye. Soy como el río que cae cuesta abajo hasta el mar, cambiando su agua dulce por sal. Y me vuelvo un pez profundo, nado en el tiempo y ni siquiera ha pasado.

Vuelo lejos. La palabra no existe, el lenguaje es vano espejo. La crisálida brota como brotan los sueños, y toda hierba se vuelve aliento.

Me abandono, renuncio a mí. La pérdida se vuelve ganancia, la sombra se vuelve luz. Hago de cada noche todo día y de toda voz un silencio. Me desnudo, me vierto, me libero.

Tengo más mientras nada tengo. El bambú se vuelve hoja, la semilla se vuelve tierra, el cielo se transforma en cosmos. Tomo el macroscopio y mientras nada tengo, tengo todo otra vez.



domingo, 24 de marzo de 2013

Fénix




Así como las manos se entumen cuando deja de pasar la sangre, el alma se aletarga cuando no hay paisajes, cuando la brisa se desvanece entre paredes y cristales, y al unísono de las caricias que se han ido, permanece el recuerdo.

Alguna vez oí decir que la libertad es un manantial del cual no todos saben beber, pero hasta el menos sediento busca el agua. Quiero beber del elixir del tiempo, en donde el espacio ya no es nada y el cielo se parte en mil destellos. La cuna de mis deseos germina cuando muere lo que he sido para ser lo que seré, y las manos aletargadas encienden camino, pasado o futuro, tal vez.

La sencilla y cálida transparencia de la nada flota en el éter, la nostalgia desaparece y el sentido se forma, creando un grito en el silencio, un espasmo en el viento y en la sombra un reflejo. Nada tengo cuando nada tomo, y todo tomo cuando todo pierdo. La caricia más vital, el ojo más iluminado, la palabra más dicha, todo queda apagado, pues me desprendo del cuerpo, de toda materia.

El mar, con todo y corales, eso soy mientras me vierto; vaso vacío y mente de hoja que se escapa con la ventisca. No hay más, nada menos, sólo luces de colores eternos que se entregan precipitados a la espera, cuando menos espero. La lluvia se hace río, la estela se hace fuego, y mis ojos pasajeros, aquellos que crecen con desvelo, se vuelven invisibles.

Desaparezco. Soy una nube, una ráfaga de viento, un libro que no se ha leído, fruta que crece a destiempo. Me desvanezco, soy abismo y soy silencio, y mientras todo pasa, mientras las manecillas van deprisa y los recuerdos son ensueños, vuelvo a nacer como el fénix para morir de nuevo.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Escalera al cielo


La escalera al cielo cayó de pronto. Tus ojos, dos perlas en el fondo del mar, se desvanecieron en los ojos de otro; tus manos, terciopelo que trepaba por mi cuerpo, se perdieron en el camino; tu boca…

Es hora de emprender el vuelo, siempre he sido un ave que corta sus alas para que le salgan nuevas. Hoy las arranco como el depredador que devora su presa, para verlas crecer de raíz al firmamento, donde alguna vez jugué a ser una estrella.

Pasó de nuevo, la historia quedó incompleta, ¿pero qué más completo se puede ser cuando se ama a partir de uno mismo, en la entrega voraz e inquieta, sin esperar nada de nadie, sin buscar una respuesta?

Un escalofrío recorre mi cuerpo, las letras brotan como gotas de la fuente, y en la oscuridad perpetua, en el abismo en que me hundo, escucho tu voz discreta: Te amo, dicen tus labios, y tus ojos, y tus manos; pero ya no hay manos, ni ojos ni boca, sólo vestigios de la historia más profunda, del cuento más efímero y bello, del sueño más hermoso que pude tener.

La escalera cayó de pronto, y al sonido del reloj que no se interrumpe, decido emprender el vuelo otra vez.

domingo, 14 de octubre de 2012

Nada


Escuchar la misma canción una y otra vez, como si el sonido circular mostrara algún indicio de sentido; mirar la vida en espiral. Cada nota, cada octava, me acerca más al centro, ese espacio único e irrepetible donde las quimeras nacen, donde el amor muere, donde yace lo que llamamos corazón.

Soy una hoja en blanco. La historia del libro que se abre para ser leído está terminada. Las aves ya no cantan y las olas se han cansado, mis ojos ya están secos: el abismo me ha tragado; ¿pero no escuché ya el canto de una sirena y perdí el camino alguna vez, todas las veces?, ¿y en medio del mar, naufrago de mí, no la luna surcó de nuevo el cielo?

¿Por qué no repetir el vuelo? Si cada frase, cada palabra, cada momento, hace menos complejo el laberinto. Ya antes me perdí entre nubes y encontré detrás todas las estrellas,  antes ya me volví un pez con alas y un gusano con pies. ¡Que venga el remolino a revolotear mi consciencia! ¡Que venga de nuevo la tormenta! que ya soy un rayo cruzando el cielo, un estruendo en el oscuro firmamento, una voz imparable, un destello fugaz, una vela en el viento.

Y así, de nuevo con las manos temblorosas, emprendo el vuelo y me despierto en medio del silencio, en la penumbra, para recordar que no hay algo que pueda perder, pues yo soy lo único que tengo.

Soy todo y nada.


lunes, 28 de mayo de 2012

Mina


Así que el alfiler cayó en la almohada, donde los sueños cobran vida y se extinguen. Tomé la lupa, encendí la luz y me puse a buscar, pero el alfiler desapareció entre las cobijas como entre la paja. Sólo buscaba pincharme un dedo, sangrar de la puntita para saciar mi sed; la sangre siempre es buena compañía cuando se está solo. Entonces Mina apareció. Estaba bella y sonriente como siempre, asomando los ojos en una esquina de la ventana. Fingí no verla. Tomé una lámpara y me hice el tonto, buscando debajo de la cama. Tocó la ventana y fingí no escuchar. Gritó y tape mis oídos jugando; y con ese aire coqueto e impulsivo, saco la lengua con un gesto infantil.

Todas las noches ocurría, éramos dos niños bobos jugando a escapar para dar la vuelta a la manzana, esperando encontrar algo que ver: vagos, locos, prostitutas. Pero siempre terminábamos en el mismo lugar, una casucha vieja que hacía de castillo encantado. La casa era de doña Faustina, una solterona que había fallecido hace un par de años, dejando a dos gatos como herederos del palacio. Bastante deteriorada, era el escenario perfecto para jugar a que se trataba de la mansión de Drácula o que algún fantasma maldito trataba de poseer nuestros cuerpos diminutos.

Abrí la puerta deprisa y salí en silencio de mi casa. El truco no era quitarse los zapatos, sino hacerlo todo muy normal; es cuando menos se dan cuenta todos, cuando haces algo evidente. Mina traía un jumper viejo y medio roto; en realidad, de no ser por esa cara tan linda y esos pechos apenas brotando, hubiera jurado que era un niño.

–Saca el papalote –dijo con sonrisa traviesa–. Está bueno el aire para volarlo.

Pero en esos tiempos a mí ya me aburrían tales cosas, prefería jugar con mi Nintendo. Pensar en el simple hecho de perder mi tiempo volando una porquería de papel sin alguna intensión, me provocaba un terrible tedio.

–Mejor vamos a ver al “Tony”, seguro ahora sí le doy la vuelta en los albures.

Para ese entonces me había vuelto todo un experto, eso de estudiar en escuela pública era todo un arte.

–¡Qué flojera! –dijo en tono enfadoso– Ni tú ni yo, vamos a la casa encantada a atrapar renacuajos.

No pude rechazar tal oferta. Aunque la hora de las caricaturas japonesas estaba por comenzar, eso de andar casando renacuajos en el jardín de la casucha aseguraba un buen rato de diversión. Además, mi papa solía decir que cazar renacuajos era lo único que hacía como los niños de antes.

–Métete por la lámpara
–Voy.

La noche, que era demasiado joven, pues el cielo aún se pintaba con tonos rojizos y lilas, aguardaba la fugaz pero intensa emoción de ser atrapado, castigado y sancionado sin un buen rato de “domingos”. Por alguna razón nunca pude decir que no. Bastaba mirar sus ojos bellos para que esa cosquilla que brotaba desde mi pubis, para después subir despacio por mi vientre, llegara a mi cabeza al punto de explotar.

En el camino encontramos a Julián, el hermano mayor de Armando, con uno de sus amigos. Para mi desgracia, acababa de entrar a la secundaria y eso era algo difícil de superar, a las niñas siempre les gustan mayores.

–¿Qué onda Víctor, por qué tan tarde? Te va a pegar tu mamá –me dijeron en tono burlón–.

Los dos se cagaron de la risa. Mina se quedo seria, pero noté como le era inevitable dejar de ver a Julián. Sin saber qué decir, caminé de largo.

–Tranquilo morro, no te pongas nena. Dijo con áspero mientras me alejaba.

Mina me siguió.

–No le hagas caso, es un inmaduro.

¿Inmaduro? ¿Qué sabe ella de madurez? La madurez sólo es una tontería –pensé–.
Al llegar al jardín del palacio entró a mis pulmones el aroma del pasto mojado. Mis tenis se sumergieron en el lodo, y al notar mi preocupación, Mina se echó a reír, lo cual me molestó aún más.


Tomamos una varita cada quien y empezó la cacería. Los renacuajos no son nada torpes, hay que tomar la vara fuerte, poner el frasco en el momento adecuado y empujar. Cazamos unos siete, todos negros y regordetes. En verdad eran algo desagradables, pero Mina no se fijaba en esas cosas, por eso era mi mejor amiga.

–¿Sigues enojado? –preguntó con voz tierna−.
–No estoy enojado. –respondí indiferente−.
–¡Ya! No seas menso.

Y comenzó a jalar de mi camisa mientras sus botas hacían un aguacero en el piso. Los jalones no se hicieron esperar, era una lucha sin tregua. Entre risas nerviosas y miradas, giramos en el lodo una y otra vez. Entonces caímos. Mi cuerpo quedó justo encima del suyo, y pude sentir sus pequeños senos tocar mi cuerpo; mi rodilla tocó su entrepierna, era cálida, llena de vida, casi podía sentirla palpitar en mí, tanto como mi corazón lo hacía. Nos miramos a los ojos instantáneamente, y justo en ese momento, cuando menos lo pensé, Mina me besó. Nunca olvidaré la mirada antes del beso, ni tampoco su lengua jugar con la mía de una manera traviesa e ingenua a la vez, como cuando no sabes cómo beber de la cerveza de tu padre, o cuando miras los primeros bellos nacer en tu pubis.

El regreso a casa fue callado. Empapados en agua puerca caminamos bajo la luna de octubre.

–¿Te los llevas? Seguro darán ranitas. –comenté–.
–Mejor llévatelos tú, siempre se te dan mejor.

Nos separamos en la avenida ocho, no quiso que la llevara a su casa. El camino nunca me había parecido tan vivo, tan repleto de colores. Miré hacia arriba, el cielo y las nubes arropaban a la luna, mientras alguna estrella entrometida se asomaba. Cuando llegué a casa eran más de las 10.

Al día siguiente lo primero que hice fue ver si los renacuajos seguían vivos, pues en esas fechas el frío comenzaba a hacerse notar. Los había dejado en una cubeta con agua justo antes de dormir, si por dormir entendemos dar de vueltas en la cama; no recuerdo haber permanecido despierto tanto tiempo otra noche. Como bien lo había dicho Mina, era un hecho que se me daban fácil, pero al mirar la cubeta descubrí que siempre hay excepciones. Ningún anfibio había sobrevivido. Extrañamente sentí una opresión en el pecho, como si con esos renacuajos se me fuera la vida. Traté de tranquilizarme, pensando que seguramente había hecho más frío de lo normal, pero no pude hacerlo. Lo único que deseaba era correr hacía Mina, por alguna extraña razón quería abrazarla, sentir que estaba vivo entre sus brazos y llorar en ellos.

Salí despavorido. Cuando llegué a casa de Mina todo se encontraba en silencio. Vi a su hermana pequeña en la entrada de la puerta, estaba sentada en el quicio.

–¿Está Mina? –Pregunté–.

Pero no emitió sonido alguno.

Entré a la casa y noté que había más gente de lo normal. Parecía alguna especie de reunión familiar. Todos estaban serios y callados, salvo por un chillido que se escuchaba a lo lejos, un berrido desgarrador que erizó mi piel en un segundo. La madre de Mina estaba llorando sobre una caja situada al centro de la sala. Los vi a todos: su prima Mary, su abuela Adela, su Tío del bigote alborotado. Me acerqué mecánicamente a la caja. Mi corazón latía tan fuerte que podía sentirlo, mis manos temblaban; y entonces la vi. Parecía que estaba dormida, traía un hermoso vestido azul y tenía los labios pintados de un tenue rosa. La madre me miró y calló por un momento. Se acercó e hincándose se posó ante mí, como suplicando, para después pegar un largo alarido que desgarró todo mi ser.

 –¡Mina...!

Me abrazó tan fuerte como pudo, pero la separaron de mí rápidamente al notar que estaba en shock, llorando, sin decir palabra alguna ni mostrar gestos. Sin saber cómo llegué a la puerta, salí  la calle y todo se nubló ante mis ojos; no supe nada más.

El doctor dijo que me dio una crisis nerviosa. Dormí por casi dos días. Al despertar recuerdo haber mirado por la ventana, esperando encontrar a Mina sonriendo; pero mina ya no estaba. La había atropellado un bocho del  62 al cruzar la calle, mientras miraba las estrellas que se asomaban entre las nubes.

Desde entonces nunca más volví a cazar renacuajos; tampoco nunca más volé papalotes ni mire la luna igual. Y fue entonces que descubrí que amar es como pincharse un dedo con el filo de un alfiler, que hay alfileres que se pierden entre las cobijas como si fueran de paja, y que hay otros que nunca se vuelven encontrar. Hoy aún suelo pinchar mi dedo con una aguja para saciar mi sed, lo llevo a la boca lentamente, cierro los ojos, y bebo de la hermosa y melancólica gota de soledad que lleva el nombre de Mina.